En general la gente siempre dice que uno no debe arrepentirse de lo que hace en la vida. Falso. Uno sí debe arrepentirse. Yo, por ejemplo, me arrepiento de muchas cosas que sé que no debería haber hecho. Es más, en el momento en que las estaba haciendo, sabía muy probablemente que no debería estarlas haciendo. ¿Me explico?
Llega una edad en la vida de uno en que se adquiere la capacidad de discernir entre el bien y el mal, y un día después de cumplida dicha edad, uno ya no tiene excusa para andar haciendo cagadas. Llega otra edad, más adelante, en que esas cagadas te empiezan a pesar. Te encuentras en un momento en que necesitas arreglar tu vida, por una u otra razón -todas válidas con el mismo propósito- quieres y debes ordenar el baile. Miras atrás y empiezas a notar pequeñas máculas, indelebles y oscuras que quisieras restregar con jabón popeye. A su alrededor a veces se vislumbran algunos nombres, amigos, compañeros, culpables e inocentes, todos juntos y entre ellos, un halo de emociones. A veces algo de rabia contra quienes te impulsaron a cometer algún error, rabia espejo la verdad, pues nadie es culpable más que uno de sus actos. Otras, algo de pena por quienes sufrieron las consecuencias de tus actos. Ese el el punto en donde comienza el arrepentimiento. Surgen más recuerdos en torno a esas personas, momentos felices, tardes y noches compartidas, fotos empolvadas en algún cajón.
Lo cierto es que hoy estoy aquí no para explicar el arrepentimiento en sí, ni divagar sobre lo que le ocurre al mundo cuando uno la caga. Hoy estoy aquí porque después de todo este tiempo, de haberlo pensado mil y una veces y de sentir un dolor ajeno como mío, puedo decir que verdaderamente, a veces, sí me arrepiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario